viernes, 19 de febrero de 2010

Dos mestizas navegan en un vaso de ron

Cuando vivía en la calle Tordera del barrio barcelonés de Gràcia, tenía un ritual sagrado que compartía con mi amiga Rachel McPherson, de Virginia (E.U.): todos los miércoles a las diez de la noche, durante casi un año, nos reuníamos en la bodega Raïm, en el número 48 de la calle Progrès, esquina con Siracusa. Allí pedíamos nuestros respectivos mojitos o vasos de vino o cañas (dependiendo de la cantidad de monedas que tuviéramos en la bolsa) y charlábamos sin descanso a veces hasta la una o dos de la madrugada. Esas conversaciones sólo se veían interrumpidas cuando algún músico rasgaba su guitarra; músicos callejeros cubanos que entraban de pronto por unos minutos y luego se marchaban no sin dejarnos las almas cálidas y risueñas, regalo muy apreciado en noches de invierno.

Me hice amiga de Rachel gracias a su sonrisa, a la literatura y a nuestra mutua afición a la noche, el humo, la protesta, nuestro amor por un brazo anónimo y melancólico apoyado en la silla mientras escucha el bongó o un pie sedentario que se alegra con el sonido de madera de un clave. Meses después de conocer a Rachel, supe que su padre es un poeta reconocido, el primer afro-americano en ganar el prestigioso premio Pulitzer en la rama de poesía. ¡Con razón! Ella lleva en sus venas la loca e indomable serenidad de los poetas, de aquellos que adoran la fragilidad del segundo. Y el Raïm fue el escenario donde nuestra amistad se consolidó. Sus paredes a medio pintar y cubiertas de fotografías de legendarios músicos de Santiago o La Habana, de escenas musicales cotidianas, de políticos y deportistas, carteles de cine, y sus ventanales antiguos en cuyos vidrios se reflejan las mesas de mármol blanco, han sido testigos de esas conversaciones.

Conocida antiguamente como “la guarra”, la bodega Raïm existe desde 1886 y era el comedor de las fábricas de la calle Siracusa. En el 2002 abrió sus puertas como bodega especializada en música y ron cubanos. Sus dueños son Simón Borràs y Gabriel Mas, dos apasionados de Cuba, que fueron a los archivos de la ciudad y buscaron el local más antiguo de Barcelona. Gabriel Mas, por cierto, vivió en El Salvador –mi país– durante varios años (dónde también fue propietario de un bar) y luego se instaló durante una larga temporada en la isla caribeña.

En el preciso instante que se entra en el Raïm, se adquiere la sensación de un tiempo vivido con intensidad: barriles de roble, mapas, pósters de la revolución, botellas viejas, aparatos de radio de principios del siglo XX, estatuillas de la virgen, un cuadro de José Martí. En las estanterías detrás de la barra no faltan el ron Santiago ni el Guayabita del Pinar, este último de fabricación artesana.

Es aquí donde Rachel y yo, dos mestizas, olvidábamos nuestras penas. Nuestras raíces (españolas e indígenas, anglosajonas y africanas) se diluían en un vaso de ron con hierbabuena y navegábamos por las aguas del Atlántico, rememorando pasajes de la historia.

Ahora vivo en otro barrio, en el centro de Barcelona, y nuestros rituales ya no son semanales. Pero cuando la ocasión lo amerita, nos reunimos algún que otro domingo en el Raïm. Porque nadie puede negar que las noches de los domingos son tristes, raras, misteriosas y que, en ocasiones como esas, la compañía de una buena amiga siempre viene bien. Y mejor todavía si en el ambiente revolotean ecos de aire entre cabelleras de palmeras.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Turín: bruma y vino

Desde hace veintisiete años, en el mes noviembre, la ciudad de Turín celebra su Festival de Cine. Este año pude ser testigo de la conversación pulposa y cinéfila que embriaga a la ciudad durante una semana. Aunque, por lo que pude comprobar después, Turín y sus habitantes están acostumbrados a condimentar sus días de frío y niebla con aquello que Borges llamó “lucidez despiadada”. Conversación irónica: existencialista, filosófica y literaria; carcajadas sardónicas; miradas que se desvían por un instante a un imaginario nostálgico; voces nihilistas que hacen bosquejos de rojos otoñales… Pero también es cierto que Turín sabe burlar las sombras del tiempo -el sol casi siempre es vencido por una gruesa alfombra de nubes- con espléndidos vinos piamonteses, como el Barbera, el Dolcetto y el Nebbiolo, o con el aromático licor de mirto, bebida tradicional de la isla de Cerdeña.

Cuando la Fiat se asentó en la ciudad en 1899, esta comenzó a sentir los efectos de una fuerte industrialización acompañada de una ola migratoria del sur de Italia, una migración que se hizo más palpable a principios de la década de los sesenta. (Por esta razón, el licor de mirto y el acento del sur conviven con la cultura del Piamonte.) No obstante, al mismo tiempo que se manifestaba un fuerte crecimiento urbano, la clase obrera y proletaria, mayoritariamente del Sur, también iba tomando conciencia de sus derechos y su fuerza colectiva. Hoy por hoy, Turín es una ciudad en la que se respiran los ideales sociales; también se escuchan los ecos del fluir de aquella sangre anarquista.

No sabría explicar por qué Turín me cautivó. He soñado con ella tres veces desde que la visité hace dos semanas. Podría ser por su parque inundado de árboles con hojas doradas, rojizas y amarillas a lo largo del río Po; o quizás por esos portales que me abrazaron mientras caminaba bajo arcos antiguos, quemándome de neblina. Ciudad de Primo Levi y Norberto Bobbio. Ciudad en la que Nietzsche pasó varios otoños y en la que se suicidó Cesare Pavese. Ciudad cercana al pueblo del entrañable Beppe Fenoglio. Y es que la niebla de la montaña que entra a la ciudad me parece una sábana existencial que embriaga y sobresalta, con imágenes de vívidas texturas, a la melancolía colectiva de la que yo misma llegué a ser parte. Nunca olvidaré aquella tarde, mientras vagabundeaba cerca de la Mole Antonelliana (donde se encuentra el Museo del Cine), en la que presencié, emocionada, cómo entraba la neblina a la ciudad, una manta de leche que iba arropando a los edificios, las calles, las personas, los músicos callejeros, hasta que me cubrió a mí. Y mis manos y mis pies y mi estado de ánimo quedaron a su merced… me dejé llevar por mis anhelos diluidos en una copa de Nebbiolo.

Y gracias al vino conocí a lo mejor de la ciudad, un mosaico de personas que ya son amigos. Uno de estos amigos es el dramaturgo Erik Sogno (que traducido al castellano sería Erik Sueño), discípulo de Antonio Tarantino, prestigioso dramaturgo italiano que ha llegado a tener catorce obras en cartelera simultáneamente. Erik Sogno compartió con nosotros su última obra de teatro, una obra que en pocas palabras viene a ser una trágica e inteligente denuncia política al sistema de seguridad social italiano. Y nos habló de su obra en dos bares que, para una desarraigada como yo, son ya parte de mi patria: el bar Mauri y el Coco’s bar. Ambos se encuentran ubicados en el barrio de San Salvario. Hasta hace poco en este barrio reinaban las prostitutas, los camellos y los drogadictos. Sin embargo, en los últimos años, se ha convertido en un barrio de bohemios, artistas y estudiantes, aunque sin perder su dimensión obrera y popular.

El bar Mauri tiene veintiséis años de vida y lo regentan Donato y Tina, ambos del sur de Italia: él es originario de Foggia, pueblo situado en lo que sería el tacón de la bota geográfica italiana, y ella es de Salerno, cerca de Nápoles. Tienen cinco hijos. El bar Mauri –un tributo a Mauri, amigo muy querido de ambos que fue asesinado por la malavida- abre a las seis de la mañana y cierra a medianoche. Allí se sirve café al obrero y vino a los bohemios. Donato, sonriendo muy orgulloso, me regaló tres fotografías de los diseños que suele hacer sobre la espuma del capuccino; los tres diseños son los siguientes: ese famoso gesto de mano que simboliza los cuernos, dos corazones, y una bellísima expresión: “Sei!” (“¡Eres!”). También me enseñó a decir un refrán de su pueblo: “Fuggi da Foggia, non per Foggia, ma per i foggiani”. La traducción sería algo así como: “Huye de Foggia, no por Foggia, sino por los foggianos”. Ah, ¡cuánto comprendí esa frase! Y empecé a idear la mía: “Huye de Zívar, no por….”.

Al día siguiente Erik nos llevó a comer al Coco’s bar, situado en la vía Galliari, esquina con via Ormea, un café-restaurante de comida casera –barata pero muy apreciada- que escritores, artistas y el mismo Antonio Tarantino, suelen frecuentar, no sólo para saborear una comida maravillosa sino también para sentirse verdaderamente como en casa. Ese día comimos risotto de toma y calabacín y porchetta al horno con puré de patatas, y bebimos vino. Este café-bar-restaurante está dispuesto como si se tratara de la sala de una casa: no sólo tiene sus paredes cubiertas con fotografías de la familia y de íconos italianos como Fabrizio de André, sino que sus miembros efectivamente se encuentran allí, trabajando como cocineros, camareros o administrativos. Así, conocí a los hermanos Maurizio, Peppe, Gianni y Marco, hijos de Cosimo; y también a la sobrina de los fratelli y a la actual compañera de Cosimo. Con mi italiano chapuceado logré comunicarme con ellos y me contaron que Cosimo, siciliano, fundó este restaurante hace treinta y cinco años con el propósito de crear un lugar en el que todo el mundo se encontrara bien: tanto seguidores de la Vecchia Signora como del Torino, tanto poetas y dramaturgos como entrenadores atléticos. Y yo, una salvadoreña sin brújula, me sentí realmente bien. Me puse a ver cada una de las fotografías de anegan las paredes: sonrisas, nacimientos, celebraciones, momentos memorables de una familia: humanidad. En el bar también deambulaba un hermoso perro, el perro de Maurizio. Y este adora tanto a su dueño que cuando me acerqué a Maurizio para despedirme con un abrazo, se puso a ladrar, celoso. Pero ¿cómo me iba a ir sin darle un abrazo de despedida a quien me había contado su historia y regalado un par de chupitos de licor de mirto?

Ciertamente, Turín ya está en mi corazón. Allí me sentí siciliana nostálgica y piamontesa melancólica. Pero sobre todo me sentí amada por el vino.

lunes, 2 de noviembre de 2009

Bar Só-ló: del ron al resumen del mundo

Enclavado entre la montaña de Montjuich, la avenida del Paralelo y el puerto de Barcelona, se encuentra el barrio de Poble-sec. Legendarios son todavía los cabarets, teatros y cafés-concierto que desde las primeras décadas del siglo veinte anegaron al Paralelo de luces y diversión: el Teatro Apolo, el Victoria, el Condal, son símbolos teatrales y cabareteros de la ciudad; y, entre esos, destaca El Molino, fundado en 1899 con el nombre de “La pajarera catalana”, que luego pasó a llamarse “Petit Moulin Rouge” -imitando al de Montmartre de París- pero que, con la llegada del franquismo en 1939, pasó a llamarse simplemente El Molino: el régimen obligó al local a castellanizar su nombre y a eliminar la palabra “rojo” por las sugerencias políticas que podría despertar. (En fin, los miedos eternos de las dictaduras... incluso cuando un par de colegas simplemente querían disfrutar de unas piernas sensuales bajo una iluminación, si, bastante rojilla.) Cerca de Poble-sec también se encuentra el llamado Barrio Chino, hoy conocido como El Raval, lugar donde conviven diferentes personajes de la bohemia y trabajadores procedentes de Europa del Este, América Latina, África, Asia... Precisamente, en los últimos años Poble-sec se ha convertido en el lugar favorito de los inmigrantes dominicanos, tanto así que, caminando por sus calles, me ha parecido estar reviviendo uno de los pasajes de la novela de Junot Díaz, La maravillosa vida breve de Óscar Wao. Por lo tanto, desde hace varias décadas, ya es tradición de que en Poble-sec la diversión perviva con el ambiente portuario, obrero y cosmopolita.


Caminando por el barrio llego a la calle Poeta Cabanyes, donde precisamente creció Joan Manuel Serrat; recorro la calle Blai hasta la Margarit, y allí, en el número 18, encuentro el Bar Só-ló, el único lugar de Barcelona para disfrutar de una gama de rones insuperable: cuenta con setenta marcas de rones de todo el mundo. Por ejemplo, además del ron Zacapa de Guatemala o el Flor de Caña de Nicaragua o el Matusalem de República Dominicana, está el Seven Tiki de Fiji, el Coronation Khukri de Nepal, el Damoiseau de la isla de Guadalupe, el Trois Rivières de Martinica y el Barbancourt de Haiti. También se encuentran marcas que existen desde el siglo dieciocho: el Santa Teresa de Venezuela, que tiene vida desde 1796, o el más antiguo Mount Gay Rum de Barbados, desde 1703.


Además de esta exquisita colección, se ofrecen rones macerados con diversas especies o frutas: tamarindo, piña y vanilla, cítricos y romero, café, mango, fresa, genciana y regaliz, manzana y canela, pera y nuez moscada y, mi favorito, ron con especies chai: canela, cardamomo, pimienta, jengibre y clavos de olor: una explosión de sabor tan deliciosa como el beso aromático de un amado secreto, licor prisionero en nuestra fantasía. “Tienes que dejar el ron macerándose durante cuarenta días sin luz a lo largo de un ciclo lunar”, me dice Cosimo, el dueño del bar. Y siento el ritmo de una música molécular en mi piel tan sólo de pensar en la fruta y las especies y el ron, todos conectados al movimiento de la luna en una marea de aromas que baja y sube. Cosimo añade: “Las únicas marcas que no ofrezco son dos: el Cacique porque es el que siempre piden aquí en España y, para forzarlos a probar algo nuevo, no lo tengo entre mis rones; y el Bacardí, por las mismas razones que el Cacique y por ser propiedad de la Coca-Cola”; también asegura que se ha especializado en esta bebida porque “me gusta saber lo que vendo”. Efectivamente, a cualquiera que visite el Só-ló no le quedará la menor duda del amplio conocimiento que posee su dueño sobre las variedades del ron, ese líquido precioso que le alegra la vida hasta al más miserable.


Me gusta conversar con Cosimo. Y así me cuenta que abrió el Bar Só-ló hace dos años y medio. Él es originario de Italia, de Longastrino, cerca de Ravenna, aunque su familia es del sur, de Benevento. Vivió doce años en París, de ahí que en su bar también sobresalga, entre las botellas de ron, una de Picon, licor que existe desde 1837 y que es delicioso con la cerveza. Ha viajado a México y Cuba, y a este último país ha regresado en tres ocasiones. La cultura de este italiano va más allá de la del ron, de hecho, con él se puede conversar sobre cualquier tema porque es un amante de la música, la literatura, las lenguas y las culturas del mundo, la política y la historia. En este espacio, que tiene el sello de identidad de su dueño en cada esquina -una identidad tejida con los ritmos y colores de tres continentes-, se escucha a cantautores de la Nueva Trova latinoamericana, así como a cantautores italianos (Fabrizio de André, Paolo Conte, Area...) y franceses (George Brassens...), música africana, tango, jazz, rock progresivo, saya afro-boliviana, boleros, calypso, la tropicalia, el son, la timba...


Casi me atrevería a decir que el Só-ló es el hogar de Cosimo, aunque él me dice que no, que desearía tener una vida más independiente de su trabajo; puesto que abre todas las noches de siete a dos de la madrugada (excepto los miércoles), y únicamente es él quien se encarga de todo, su vida personal obviamente se ve sacrificada en pos del buen funcionamiento del bar. Sin embargo, es evidente que disfruta llevar adelante un proyecto que no es meramente económico: “un bar comercial no lo aguantaría”, me explica. Porque el Só-ló es sobre todo un lugar de “buen rollo” donde también se presentan artistas, películas, documentales, conciertos... Precisamente, para el 12 de octubre, Cosimo se propuso “desbanalizar” el llamado “Día de la Hispanidad”: presentó películas como Queimada de Gillo Pontecorvo y el documental Salvador Allende de Patricio Guzmán, y organizó conciertos de artistas de Costa Rica, Chile y Cuba. En efecto, como sus motivaciones no son sólo comerciales, esto le ha permitido mantener a flote su proyecto de ocio-cultural, a pesar de la crisis económica que flagela a toda Europa.


“¿Y el nombre Só-ló, de dónde viene?”, le pregunto. “Yo buscaba un nombre que no quisiera decir nada fonéticamente y además quería hacerle un homenaje a los tres continenetes que han estado más presentes en mi vida, músical, cultural e históricamente: África, Europa y América Latina. Só-ló es una palabra de origen africano. El español del Caribe, debido a los esclavos africanos que fueron llevados allí, también tiene raíces yoruba, mandinka y ligala. Só-ló deriva del ligala, que curiosamente quiere decir 'verdadero'; ya sé que puede sonar pretencioso, pero...”, me dice. Si, tres veces ha estado en Cuba. Y esto se nota. “Cuba siempre me ha llamado la atención porque es un epicentro cultural, un país con una fuerte identidad. Para mí, el Caribe es el resumen del mundo, allí se concentra lo europeo, lo latinoamericano y lo africano. Y si el Caribe es el resumen del mundo, Cuba es el resumen del Caribe”.


Quizá esa lealtad a Cuba y a su revolución le lleva a mostrar su disgusto por los “Trustafarians” o “Manuchaoistas”, esos muchachos que se autodenominan “revolucionarios”, que “escuchan música de Manu Chao y cuya gran rebelión consiste en fumarse un porro en el bar”. Y agrega: “Es cierto que no todos son así, que hay jóvenes activos, pero hay una gran cantidad de ellos que no hacen nada, son una llaga en Barcelona y le hacen daño a los movimientos que buscan cambiar el mundo. Representan una gran falta de respeto al trabajador. Y si tengo que hacerlo, haré una revolución en contra de ellos, un revolución que vuelva a respetar al trabajador”, enfatiza sin esconder un impaciente hilo de rabia que acentúa sus palabras.


Y llega el momento en que entran más clientes, porque esa noche canta el cubano Yunior Navarrete. Cosimo se pone a trabajar detrás de la barra, sirviendo generosamente a sus clientes. Comienza el concierto y algunas personas siguen conversando. Cosimo está molesto porque quisiera que todos escucharan al cubano con atención, que apreciaran las letras de sus canciones de la misma manera que el artista se entrega a su pasión creativa. Pero ya se sabe que en todos los lugares hay ingratos. Yo, contagiada de Cosimo, quiero decirles que se callen de una vez por todas. Hasta que decido serenarme y sentarme a escuchar lo que se puede, hipnotizada por un ron macerado en especies. Dejo que los besos de ese licor alegren mis tristezas e imagino que estoy en una playa caribeña comiendo tostones y frijoles y oliendo la sal del mar, sintiéndome libre e inflamada de la utopía de los verdaderos revolucionarios.